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¿Y por qué queremos ser felices? De las unas, los otros y la comunidad como resistencia y felicidad

(Irene Vallejo, Marian Bude, Susan Dominus y Fuente Ovejuna de Lope de Vega)


Por Mariana Masera


Madres de Plaza de Mayo, 2023.
Madres de Plaza de Mayo, 2023.


Mientras recorro Berlín en sus múltiples trazos, me apropio de sus calles y reconozco cada vez más a las ciudades que la habitan. La memoriosa Berlín, de orillas y bordes titubeantes, como las zonas pantanosas, se despliega poco a poco ante mis ojos.

Aparecen las ciudades de cada una de las vidas que se narran. Una casa apenas dejada en cimientos del siglo XII será el comienzo de una ciudad bulliciosa, se dice. Una ciudad que es la suma de varias ciudades: Spandau, Köpenick, Cölln, Berlín, el centro de un imperio, el territorio del horror, la herida atravesada que no termina de cerrar de un muro que yace desmoronado, los puentes imaginarios e imaginados por los viajeros y los habitantes.


Las comunidades emergen de los deseos que enredan en mapas abigarrados: las ciudades de arriba, las ciudades de abajo, siempre los individuos desplazándose de un lado a otro, construyendo sus propias historias, que a veces se convierten en las representaciones de las comunidades, o a veces son los susurros de las vidas de los otros los que nos sostienen.


De esta manera, el individuo y la comunidad son interdependientes uno del otro.

Los hilos de las vidas vociferantes y las redes silenciosas de memorias se tejen de formas diacrónicas o sincrónicas, resultando en un sinnúmero de comunidades diversas, que comprenden desde ciudades abigarradas o las que ya sólo son una huella, hasta las

diásporas en los desiertos o en los ríos embravecidos de las fronteras.


En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos se hablaba de la felicidad

como un derecho del individuo: "que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".  Por otra parte, existen estados donde se contempla a la comunidad antes que el individuo, como ha resultado en las sociedades totalitarias. ¿Qué hacer entonces?


De acuerdo con las últimas conclusiones de los estudios de la felicidad, en un artículo

publicado por The New York Times, Susan Dominus —quien entrevista a Waldinger—

señala que la solución es sencilla: Hablar con desconocidos —en el tren, en una cafetería, en el parque infantil, en la cola de la oficina de tránsito, en la sala de espera de una consulta médica— podría descartarse como un ejercicio que simplemente hace pasar el tiempo. Pero también podría verse como una conmovedora reflexión de lo ansiosos que estamos todos, cada día, por conectar con otros seres humanos cuya interioridad, de otro modo, sería un misterio; individuos en cuyos rostros podríamos leer amenaza, juicio, aburrimiento o desconfianza. Hablar con desconocidos garantiza la novedad, posiblemente incluso el aprendizaje. Ofrece la promesa, cada vez, de una percepción inesperada.


El uno, los otros y otras, o todos y todas juntos. Lo ideal sería un lugar donde la

regulación de las relaciones sociales permitiese que el individuo, en su agencia, construyera la sociedad, y esta, como comunidad, se nutriera y recibiera lo que da cada individuo. En este dar y recibir, ambos deberían cuidarse y procurarse mutuamente.


Hace pocos días leí el artículo de Irene Vallejo “Yo, sociedad limitada, soledad

anónima”, donde la autora afirma la necesidad de la solidaridad entre las y los individuos:

“Menos halterofilia de la voluntad solitaria y más alegría solidaria. Para eso necesitamos

salir de un falso dilema: ni agresivos ni pasivos, ni atacar ni acatar. Unirnos.”

La felicidad y la solidaridad entendida también como la participación, el apoyo, el

compañerismo, la camaradería y la fraternidad parecen entonces estar estrechamente

unidas a las palabras, a la comunicación, a la esencia humana más profunda de narrarnos y construirnos como sociedad. Y son estas mismas palabras y voces las que nos permiten negarnos a formar parte de hechos que consideramos injustos o viles, a decir no. Como lo señala Marian Bude en Mutig sein (Be brave) y como décadas antes hicieron las Madres de Plaza de Mayo contra los dictadores.


Algunos siglos antes, Lope de Vega mostraba en Fuente Ovejuna, basada en una

noticia, cómo la injusticia cometida contra una comunidad puede contrarrestarse con la

unión de los individuos contra los agresores. Fueron también las mujeres de Fuente

Ovejuna, como Laurencia, quienes levantan la voz y promueven la resistencia.


Son las mujeres que se rebelan en las voces, las cuidadoras de la vida, quienes nos invitan a levantar la voz, conservar la memoria, unirnos con los otros a través de las palabras y cuidarnos entre todas y todos. Será, como dicen los estudios científicos, lo que nos hará más felices: aquello que nos permita desvanecer los espejismos individuales para construir, quizás, nuevos mundos, como esta ciudad que se desdobla en numerosas ciudades, con la misma vieja argamasa de lo que somos y lo que fuimos: la voz y las palabras.





Berlín, 25 de mayo de 2025.




Mariana Masera ha desarrollado una extraordinaria carrera como investigadora y creadora de espacios universitarios. Sus libros y proyectos colectivos, herederos de la preocupación política y filológica de Margit Frenk, han abierto vías inéditas para la comprensión de la lírica popular, la literatura tradicional y los impresos populares. Mariana también viene de una familia de militantes que resistieron a la violencia de Estado en Argentina, y por ello es una decidida luchadora a favor de la verdad, la memoria y la justicia.


Este texto es parte del Diario de Berlín de Mariana Masera. Puedes leer la primera entrega del diario aquí. La segunda entrada está aquí. La tercera está aquí. La cuarta está aquí. Y la quinta, aquí.

 
 
 

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