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Poema de amor a los semáforos del mundo

Por Diana del Ángel


Francisco Mata Rosas, de la serie "México-Tenochtitlán". Fuente: aquí.
Francisco Mata Rosas, de la serie "México-Tenochtitlán". Fuente: aquí.

Un tiempo muy atrás

conocí a un chico llamado Dante

estudiaba actuaría y tocaba la jarana.

Nos unió la escasez de sillas del comedor

y la sobrematriculación universitaria.

Conversamos sobre el círculo, Pedro Páramo,

el campo laboral de la actuaría

en la programación del flujo vial citadino

y de cómo la literatura lejos de avanzar,

lo detiene.


Fue un encuentro breve,

pero más largo que el ciclo de los semáforos:

nuestro espíritu universitario

nos animó a comer rápidamente el arroz batido,

producto del bajo presupuesto y la explotación laboral,

para que otros estudiantes se sentaran.


Ahora,

cuando veo un semáforo descompuesto

pienso en un hipotético actuario distraído,

quizá siguiendo los pasos de Juan Preciado

o interesado en la detención del flujo urbano

en favor del tiempo dedicado a la lectura.


Es imposible saber

si Dante se licenció en actuaría,

si encontró despejado el campo laboral

y ahora calcula con precisión las condiciones

para que los vehículos no se encuentren fatalmente

o si más bien optó por seguir tocando sones

o si llegó a las puertas del infierno

en donde el tránsito no está regulado por luces

sino por la ley de la oferta y la demanda

entre pecado-redención.


El primer semáforo del mundo resultó un desastre

–como el primer amor y mi coordinación motora–

el menor de los fallos: carencia del color naranja,

el peor: usaba lámparas de gas para indicar verde y rojo,

el inevitable: un hombre cambiaba manualmente las señales.

Previsiblemente, ese protosemáforo explotó

–como el primer amor y mi olla exprés con frijoles–.


En el número de segundos que dura una secuencia de indicaciones

caben muchos de mis piensos. Por ejemplo,

lo necesario de un ajuste del tiempo peatonal:

habemos personas lentas

ya por naturaleza, ya por accidente

que tardamos siglos en encender nuestro corazón

o en hacer una respiración profunda,

no se diga en dar el siguiente paso.


Si me ves detenida en un cruce

estoy fingiendo observar gravemente

el comportamiento de los semáforos

quizá refuerce mi actuación frunciendo el ceño,

lo cierto es que tengo miedo

de que no me alcance el tiempo verde

y entonces tenga que correr y tropezar

y encontrarme fatalmente con el suelo:

–pues no hay semáforo que regule la gravedad–

sucede que mi tiempo y el de afuera

no están coordinados favorablemente.


En donde sí hay semáforos

para regular el encuentro entre dos cuerpos

es en ciertas fiestas:

si vas de verde significa que estás disponible para lo que sea,

si vas de amarillo quiere decir que quizás, quizás,

y si vas de rojo que no estás disponible.

Todo eso no lo programó un actuario,

aunque probablemente sí universitarios

hartos de la aulas

y necesitados de sexo.


Nunca he ido a una fiesta semáforo

mi corazón está en rojo desde hace siglos.

Lo programé no basada en algoritmos,

sino buscando reducir al mínimo

los movimientos de conflicto y los accidentes

que devienen en pastillas o mudanzas imprevistas.


Por el desastre y la detención

somos un poco semáforos todos.

Definitivamente soy rojo:

lenta como la hora pico

y el peor enemigo de los hombres

que quieren pasar sobre todo a gran velocidad.


Soy rojo

y por eso

amo las pausas

y a los que se detienen

a quienes se han detenido

y a quienes se detendrán conmigo

a dar el siguiente paso.



 

Diana del Ángel es poeta, ensayista y defensora de los derechos humanos. Busca construir comunidad a través de la escritura. En Heredad publicó Lengua hierba. Notas, interrupciones y ejercicios.


 
 
 

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