Poema de amor a los semáforos del mundo
- Rafael Mondragon
- 26 mar
- 3 Min. de lectura
Por Diana del Ángel

Un tiempo muy atrás
conocí a un chico llamado Dante
estudiaba actuaría y tocaba la jarana.
Nos unió la escasez de sillas del comedor
y la sobrematriculación universitaria.
Conversamos sobre el círculo, Pedro Páramo,
el campo laboral de la actuaría
en la programación del flujo vial citadino
y de cómo la literatura lejos de avanzar,
lo detiene.
Fue un encuentro breve,
pero más largo que el ciclo de los semáforos:
nuestro espíritu universitario
nos animó a comer rápidamente el arroz batido,
producto del bajo presupuesto y la explotación laboral,
para que otros estudiantes se sentaran.
Ahora,
cuando veo un semáforo descompuesto
pienso en un hipotético actuario distraído,
quizá siguiendo los pasos de Juan Preciado
o interesado en la detención del flujo urbano
en favor del tiempo dedicado a la lectura.
Es imposible saber
si Dante se licenció en actuaría,
si encontró despejado el campo laboral
y ahora calcula con precisión las condiciones
para que los vehículos no se encuentren fatalmente
o si más bien optó por seguir tocando sones
o si llegó a las puertas del infierno
en donde el tránsito no está regulado por luces
sino por la ley de la oferta y la demanda
entre pecado-redención.
El primer semáforo del mundo resultó un desastre
–como el primer amor y mi coordinación motora–
el menor de los fallos: carencia del color naranja,
el peor: usaba lámparas de gas para indicar verde y rojo,
el inevitable: un hombre cambiaba manualmente las señales.
Previsiblemente, ese protosemáforo explotó
–como el primer amor y mi olla exprés con frijoles–.
En el número de segundos que dura una secuencia de indicaciones
caben muchos de mis piensos. Por ejemplo,
lo necesario de un ajuste del tiempo peatonal:
habemos personas lentas
ya por naturaleza, ya por accidente
que tardamos siglos en encender nuestro corazón
o en hacer una respiración profunda,
no se diga en dar el siguiente paso.
Si me ves detenida en un cruce
estoy fingiendo observar gravemente
el comportamiento de los semáforos
quizá refuerce mi actuación frunciendo el ceño,
lo cierto es que tengo miedo
de que no me alcance el tiempo verde
y entonces tenga que correr y tropezar
y encontrarme fatalmente con el suelo:
–pues no hay semáforo que regule la gravedad–
sucede que mi tiempo y el de afuera
no están coordinados favorablemente.
En donde sí hay semáforos
para regular el encuentro entre dos cuerpos
es en ciertas fiestas:
si vas de verde significa que estás disponible para lo que sea,
si vas de amarillo quiere decir que quizás, quizás,
y si vas de rojo que no estás disponible.
Todo eso no lo programó un actuario,
aunque probablemente sí universitarios
hartos de la aulas
y necesitados de sexo.
Nunca he ido a una fiesta semáforo
mi corazón está en rojo desde hace siglos.
Lo programé no basada en algoritmos,
sino buscando reducir al mínimo
los movimientos de conflicto y los accidentes
que devienen en pastillas o mudanzas imprevistas.
Por el desastre y la detención
somos un poco semáforos todos.
Definitivamente soy rojo:
lenta como la hora pico
y el peor enemigo de los hombres
que quieren pasar sobre todo a gran velocidad.
Soy rojo
y por eso
amo las pausas
y a los que se detienen
a quienes se han detenido
y a quienes se detendrán conmigo
a dar el siguiente paso.
Diana del Ángel es poeta, ensayista y defensora de los derechos humanos. Busca construir comunidad a través de la escritura. En Heredad publicó Lengua hierba. Notas, interrupciones y ejercicios.
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