Los cielos que nos quedan
- Rafael Mondragon
- hace 4 días
- 2 Min. de lectura
Por Mariana Masera
Entrar y salir del mundo cada mañana me parece más difícil.
Mientras transcurre el viaje, mi corazón aprehende
el secreto celestial del instante
donde el amor y la muerte se confunden,
y enmudece ante la devastación de las guerras.
En la inmensidad de los cielos,
donde las nubes vagan a la deriva,
parecen deshacerse las huellas de los horrores mezquinos terrenales
como en la belleza eterna de los templos susurrantes de Agrigento,
orientados hacia el mar,
en atenta espera de los dioses indiferentes
a los sufrimientos humanos;
o en los azules cielos de Atacama que
invadidos por las cordilleras irisadas
ignoran la finitud,
o en la ardiente Pompeya,
suspendida en la hora de la muerte,
apresada para siempre en su propio penar
o en las hojas de los añosos olivos
y los encendidos hibiscos
de los atardeceres insulares de Sikelia.
Nada muestran, tampoco, las sudorosas hojas de las exuberantes selvas
atrapadas entre vítreos jardines en Berlín,
exudando maravillosos olores,
que algún día apresaron las células olfativas de los marineros de algún naufragio.
Sin embargo, el suceder del tiempo se enreda en las milenarias rocas,
que esconden los deseos de aquellos que no conocimos,
como los titubeantes nombres grabados en los muros en Siracusa
o aquellos vestigios de las palabras enterradas en Herculano,
o las categorías impuestas a las sequoias por una cuidadosa mano
que las arrastró siendo semilla a territorios ajenos;
o los huesitos desafiantes de los desaparecidos
que se niegan a ser olvidados
en las tierras y en los mares.
Así, las furias y los amores,
profundamente enlazados en la belleza,
de los desiertos y las selvas,
de los templos o las ciudades,
permanecen únicos a los ojos de los viajeros
que, con su mirada nueva,
conjuran con desparpajo las fuerzas del tiempo divino
para abandonarla a su regreso.
Busco un sitio para permanecer en las turbulencias
de las nubes arenosas de los tiempos
para arremeter contra la devastadora muerte:
¿qué haremos con nuestra pequeñez absoluta ante el odio imperecedero?
¿qué haremos con la grandeza del amor constante?
Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor (Cantar de los cantares, 8:6-7)
Entrar y salir del mundo cada vez es más difícil.
Entre ser inmortales o crueles heraldos de la muerte
se debaten los seres humanos
Y desde los intersticios divinos de los efímeros hibiscos y los eternales templos,
permanece el susurro vital de una mujer enamorada
Apresúrate, amado mío, Y sé semejante al corzo, O al cervatillo, Sobre las montañas de los aromas. (Cantar de los cantares, 8:6-7)
Berlín, 3 de octubre 2025



















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