Las manos
- Alejandra Retana Betancourt
- 9 abr
- 10 Min. de lectura
Por Armando Luna Franco

Camino de vuelta a casa mientras reflexiono en las emociones que se enciman en mi cabeza y mi corazón, sin duda ha sido una reunión placentera, cariñosa pero, sobre todo, sincera. Al terminar la presentación, me acerco a Carla y le digo lo conmovido que me siento tras escucharlas hablar en medio del tejido, arropadas como estamos ante el amor de la gente que se permite sentir, que las palabras y las experiencias compartidas en este breve instante me transportan a toda mi vida. Hablar del tejido me lleva a mi mamá, mi abuelita y mi novia, y reflexiono sobre ellas, las mujeres en mi vida que me han tejido con sus manos.
Ese instante, después de haberlas escuchado, de escuchar a Mabel decirnos que nadie puede pensar un momento de su vida donde su sustento no viniera de unas manos, después de escuchar a Rebeca recordar cuando su mamá le enseñaba a escribir en una máquina de escribir, tras escuchar a Mónica y a Carla hablarnos de su historia con las manualidades y el tejido. Es ahí donde me veo compelido a pensar en una metáfora tan bella que transmite el paso de una aguja o un gancho con un estambre o una hilaza al bordar. Y se lo digo a Carla: con las manos tejemos el amor, se tejen nuestros afectos y nos tejemos con otras personas.
Pero hay algo más. Del tejido, ése que veo a mi mamá hacer con absoluta serenidad mientras vemos a Steve McQueen robar un banco, mientras me dice que debería tomar una pastilla para la indigestión, de ese tejido pienso en algo más: en sus manos. Mi mamá y yo no podemos pensarnos sin nuestras manos, y regreso a lo que dijo Mabel: mi mamá me hizo quien soy con sus manos, así procuró nuestro sustento, así me enseñó la vida, me enseñó a vivir. Con sus manos me enseñó a cocinar, a coser, a tejer (aunque en realidad no sea bueno en esas cosas), me enseñó a escribir con una máquina Olivetti; también me enseñó a lavar, a trapear, a exprimir, a leer, me enseñó a dibujar, pero insisto: me enseñó a vivir con las manos.
Sus manos proveían el sustento de nuestro hogar y nuestra familia. Con sus manos manejó ese taxi mientras era niño, donde ella se arriesgaba cada día en su vocho amarillo para llevar dinero para comer, para pagar mi educación, para que tuviera lo que ella no tuvo. Esas manos, cuando ya no manejó un taxi, cargaban las materias primas para hacer gelatinas de animales que vendía, los zapatos que compraba para vender; sus manos se apuraban a manejar autos ajenos que llevaban a verificar, mientras que, en sus días de descanso, como nos leyó Mónica, en realidad no descansa, pues sus manos se volcaban a limpiar una casa, preparar la comida y lavar la ropa.
Con sus manos no sólo la vi tejer bufandas, cobijas, frazadas o suéteres: también la vi coser vestidos, remendar mis ropas cuando se rompían, enhebrar la aguja con la delicadeza que sólo una madre tiene para mantener viva la ropa que aún merece ser vestida. Sus manos siempre han estado ahí, cuando necesito un abrazo, cuando me sostiene con firmeza para no dejarme caer, para indicarme las cosas que quiere que haga, cuando pasa su mano en mi rostro para reclamarme que no me he rasurado. Esas manos que he sostenido tantas veces para darnos fuerzas y acompañarnos en las buenas y en las malas.
Por eso las manos tejen el amor. Un amor que sólo se transmite al tacto entre las palmas, los dedos y sus yemas. Cariño, cuidado, ropaje, acompañamiento y fortaleza que sólo necesitan encontrar un hogar seguro en nuestras caras o en ese abrazo caluroso que reinicia la experiencia de la vida. Un amor que atesoro y me ha significado, porque así aprendí que todo lo bondadoso, todo lo que es y vale ser, sólo es posible hacerlo con las manos.
Mientras camino de vuelta a casa para reunirme con mi mamá, pienso y repienso en estas palabras que ahora escribo con mis manos. De repente es como ponerse unos lentes donde las manos son el eje de la balanza, del todo. Recuerdo que Borges escribió una Historia universal de la infamia y me pregunto, sin interés en responderme, si alguien se habrá preguntado alguna vez por las manos, si se han planteado una historia natural, universal, social o mundial de las manos. Voy en mi camino, con las manos llenas, cargando mi chamarra que hace la función de bolsa improvisada en la que cargo yogures y panes. La gente me ve pasar en un agitado y vigoroso viernes por la noche: en sus manos llevan cervezas, cigarros, a su pareja, o simplemente llevan el aire que recorre sus dedos mientras salen a iniciar la odisea nocturna de la fiesta.
Pero ahora me es imposible, se vuelve una fijación. Es imposible no fijarse en las manos, pensar que las manos de todas y de todos están a mi alrededor. Mientras camino veo la calle, las paredes, los árboles, los autos, las luces, escucho la música, el ruido de una ciudad intempestiva, pienso en esa bicicleta que pasa veloz ante mis ojos, y lo único que pasa por mi cabeza son las manos que intervinieron en todo lo que hay ante mí. Pienso en Engels y el papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, pienso en la diferencia que significa que tengamos pulgares opuestos, pienso en que todas las cosas que me gustan se hacen con las manos, pero me pueden causar túnel carpiano: jugar videojuegos, escribir, resolver un cubo de Rubik, tocar guitarra.
En un momento recuerdo a Eliseo, hijo de Rafa, quien me conoce y lo primero que hace es presentarme sus manos. Mientras la presentación fluye, y nos encontramos todas y todos abrazados ante el caluroso telar de afectos que Mónica, Mabel, Rebeca y Carla tejen para recordarnos que lo nuestro es una subversión afectiva contra la frialdad técnica de la explotación, veo a Eliseo jugar con el libro de Marina, veo sus pequeñas manos hacerse inconmensurables al pasarlas por los bordes de texto. Y ahí yace el punto de partida de lo que queda por vivir.
¿Por dónde podría empezar una historia universal de las manos? En primer lugar, por cuestionarse si debería ser una historia universal o una historia natural, porque asumir que las manos son universales implicaría dos cosas: o asumimos que cualquier ser sintiente tiene manos (y, por lo tanto, tienen infinitas formas como en Todo en todas partes al mismo tiempo y sus manos de salchicha) o que nuestra idea de universalidad en realidad es un absurdo, pues consideramos, como creímos que ya no hacíamos, que los humanos somos la medida de todas las cosas. Si es una historia natural, valdría preguntarse por lo natural de tener manos, contra la idea de que otros seres sintientes no las tengan. Igual y por eso me parece irrelevante responder esa pregunta: aquí no estamos para erigirnos en la autoridad de las manos, sólo para indagar sobre ellas.
Después de esta digresión, paso mis manos por mi cara y regreso a la apreciación de nuestras manos. Hay un juego curioso con las palabras: las manos nos hacen humanos. No sólo porque la segunda palabra contiene a la primera, sino porque incluso esa historia natural de lo humano nos recuerda que el hecho de tener pulgares opuestos, y de liberar nuestras extremidades superiores de su uso motriz nos permitió erigirnos y darnos cuenta de que podíamos usarlas para algo más que sólo desplazarnos. Me pregunto si las manos tienen otros nombres técnicos, aburridos y francamente alienantes. Como toda persona seria, que busca honrar a la verdad, me acerco a Wikipedia para preguntarle al respecto.
La honorable enciclopedia llama mi atención a lo siguiente: yo llamé en el párrafo anterior extremidades superiores a nuestros brazos, pero en realidad eso eran extremidades anteriores o delanteras. En el momento en que dejamos de movernos en cuatro patas conocimos la libertad, y lo primero que hicimos con nuestra libertad fue transformar esas patas nuevas en una articulación completamente distinta, que ya no estaba limitada al mero desplazamiento o agarre. De la libertad nacieron las manos, y es gracias a las manos que tejemos no sólo nuestro amor sino nuestra libertad.
Así: sin manos no somos humanos, sin manos no somos libres, por eso nuestra condición humana es la condición de la libertad, porque nuestras manos nos permiten liberarnos. Así lo vemos cuando representan la libertad con una cadena rota en las manos de quienes han sido oprimidos, cuando la policía nos esposa para evitar que usemos nuestras manos, cuando recuerdo a Andy Dufresne cavando un hoyo en la pared con sus manos. Con las manos transformamos nuestro entorno y creamos un mundo, y en ese mundo somos libres.
Y ahí está el asunto. Parece un consenso reconocer que el lenguaje es lo que nos hace humanos, el habla, las palabras, habitamos estructuras semánticas y expresamos mediante ellas lo que somos, lo que vivimos y lo que nos significa. Pero no, ahora lo veo: más bien son las manos. Veo a Faye Dunaway romper un papel con un telegrama, de la misma manera en que a ella le ha roto el corazón Steve McQueen. Sus manos cubren su rostro, después de haber roto ese papel y tratan de contener la decepción y el dolor del desamor. Las manos preceden al lenguaje como nuestra forma de expresarnos, y lo primero que expresan ante todo es nuestra relación con nuestro entorno.
Siempre he considerado que la primera relación social que establecemos es hacia nuestro entorno, y ahora veo mejor la manera en que lo hacemos. Con nuestras manos buscamos conocer lo que nos rodea, necesitamos tocar, sentir, percibir y diferenciar. Pienso de nuevo en Eliseo y sus manos alzadas hacia mí: cuando llegamos al mundo lo primero que hacemos es echar nuestras manos hacia él. Echamos manos al mundo y así empezamos a vivir. Pero tampoco es mero sensualismo, las manos también son nuestro primer recurso para dotar de sentido lo que nos rodea: con los dedos aprendemos a contar, a distinguir figuras, a señalar, a jugar con las luces y las sombras, sobre todo eso: las manos son también nuestro primer juguete, y mediante los juegos aprehendemos el mundo.
Regreso a la expresión. Las manos sirven para manifestar nuestra voluntad de muchas maneras. Con las manos podemos marcar un alto o señalar un comienzo. Las manos afirman y niegan, abren y cierran; en un mimo pueden crear un muro, tirar de una cuerda o pasear a un perro. Un señor le dice a una niña en un museo que no puede tocar, y eso nos recuerda que las manos son la expresión de nuestra libertad: tocamos, jugamos y aprendemos, pero siempre lejos de un eslogan vacío o un proyecto consumista. Las manos tienen muchas formas que sirven para comunicar afectos, enojos y acuerdos. Con las manos podemos nombrar lo inconmensurable, damos forma a nuestras ideas y a lo que queremos que sea posible.
Regreso a las palabras de Mabel: todas, todos, hemos conocido el sustento gracias a algo que hacen nuestras manos. Me encuentro de nuevo en medio de la calle, contemplando que vivo en un mundo de manualidades, pues las paredes, las calles, los árboles incluso: en cada rastro de mi entorno son las manos propias y ajenas las que median entre mi vida y su circunstancia. Pienso en Hannah Arendt, cuando distinguía entre labor y trabajo: la labor son las funciones orgánicas primordiales de todo ser vivo, el trabajo es la transformación de nuestro entorno como expresión de nuestra voluntad. Fiel a su helenismo da prioridad a la palabra, pero es la dimensión material que sólo es posible con nuestras manos la que si quiera dota de sentido a las palabras.
Pero son las manos las que nos permiten transformar el mundo para poder vivirlo. Con las manos procuramos casa, comida, vestido, protección, también nos aseguramos calor, empatía, cariño, comprensión y compañía. Los primeros vestigios de nuestra humanidad, antes por mucho que las palabras, son las cosas, cosas que fueron posibles gracias a nuestras manos. Vasijas, ornamentos, armas, herramientas: cosas que nuestras manos hicieron como una forma de expresar nuestra relación con el mundo y cómo nos hicimos de un hogar en él.
Pienso también en las manos de las mujeres que labraron la tierra, que recolectaban, cazaban y que dieron lugar a la agricultura. Pienso en las manos que cuidaron por primera vez, que aprendieron a curar, y en el camino nos enseñaron a querer. Refraseando al príncipe: casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos curar. En la curación existe un amor, el pro-curar, el intervenir con nuestras manos para que aquello herido sane y restituya su dignidad. Dignidad, libertad, querer, amar: un diccionario de las manos donde cada palabra refleja no sólo lo que hacemos, sino lo que esperamos y anhelamos mientras nuestras manos crean.
Y ahora regreso a las palabras, pues mientras mis dedos teclean las letras que dan forma a las palabras que se reúnen en el universo que representa esta oración, me doy cuenta que, para crear un lenguaje, hace falta una mano que le permita al lenguaje crear un universo. Por eso las manos preceden al lenguaje como una forma de expresión: nos damos cuenta que las expresiones se nos salen de las manos y se pueden perder, así que debemos extenderlas hacia una perpetuidad llamada lenguaje. Así, pasamos de las manos y el sustento a las manos y el lenguaje, en medio están las manos que nos hacen humanos, porque buscan perpetuarnos, hacernos trascendentes en nuestra libertad.
Releo lo que escribo y me doy cuenta de que caigo en un modismo: se me salen de las manos. Es interesante todos los juegos de lenguaje que tenemos con las manos, como una forma de recordarnos la parte lúdica de nuestra libertad. A manos llenas, segunda mano, manualidad, mano amiga, mana, mano, manito, manita de gato, mañoso, juegos de manos son de villanos. Incluso el lenguaje no deja de ser una manualidad. Cada quién elegimos qué manualidad hacer con el lenguaje, sean poemas, ensayos, versos sueltos: cada quién echa mano de las palabras para poner al alcance del mano la libertad que, seguramente, quedará en buenas manos.
Siento que este texto se me sale de las manos, así que creo que es momento de soltarlo. Mientras escribo, regreso a las emociones que me llevaron a expresarme, y en una frase que me dijo mi mamá: “Hay un idioma que es universal: ser buena persona, se siente.” Y claro que se siente, porque solamente puede transmitirse a través de nuestras manos. Cuando nos sabemos libres, en presencia de una buena persona, sus manos nos transmiten confianza, paz, seguridad, cariño y empatía; no sólo en su tacto, sino en su forma de conducirse y tejer con sus manos ese espacio de afectos.
Pienso en Emi, quien me transmite su amor y su bondad con sus manos cuando acaricia mi cabello, pasea sus manos sobre mi piel y me siento tan libre y tan amado que puedo entregarme a la seguridad del sueño, donde mis manos reposan de su apetito de totalidad. Recuerdo a mi abuelita, quien con sus manos no sólo me hacía saber cuánto me amaba y cuán orgullosa estaba de mí, sino que también tenían la fortaleza y la firmeza para construir un hogar con sus cuidados. Tengo presente que mis manos me permiten amar y ser amado, sobre todo cuando pienso que no hay trabajo de cuidados sin las manos: hacer piojito, dar un masaje, abrazar, acomodar, apapachar. Cuando digo que mi mamá me tejió con sus manos y con amor a eso me refiero, a que fueron esos pequeños trazos, las puntadas de cariño que, día a día, me hicieron responsable de tejer amor y cariño como ella lo hizo conmigo.
Regreso a los tejidos y a las mujeres que me han tejido con su amor. Mi abuelita, mi mamá, Emi ahora. Tal vez, dentro de todo, sí aprendí a tejer: porque me enseñaron a ser libre con sus manos al tejer en mí la esperanza de la vida y la bondad.
Armando Luna Franco es filósofo y politólogo. Participa en espacios de comentario político y de reflexión compartida. Actualmente trabaja en su primer libro.
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