Los clásicos frente a la barbarie: "Ifigenia en Áulide" de la Compañía Nacional de Teatro
- Rafael Mondragon
- hace 5 días
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Por Laura García Jiménez

Toda puesta en escena es una interpretación independiente de la época en que el texto fue escrito. Regresar a un clásico y traerlo al presente supone un desafío para quien dirige o para quienes interpretan emociones y tramas invocadas siglos atrás. Sin la imaginación o la sensibilidad suficientes para preguntarnos sobre aquello del pasado que sigue vivo y aquello que se resignifica, se corre el riesgo de mostrar textos sin vida, museos de palabras e historias que no nos dicen nada, no porque no tengan nada que decirnos sino porque quienes leen e interpretan son incapaces de desentrañar un pasado que continua tejiéndonos insospechadamente.
¿Cómo hacer para que un texto dramático con un poco más de 2400 años pueda dialogar con el público contemporáneo? Este fue el planteamiento de la directora Gabriela Ochoa para escenificar junto con la Compañía Nacional de Teatro la obra Ifigenia en Áulide, escrita por Eurípides poco tiempo antes de morir. Quienes estudian a este poeta trágico dicen que odiaba la guerra y que no creía en los dioses, aunque al final de su vida parece haber tenido una especie de conversión religiosa. También analizan Ifigenia en Áulide como un texto extraño de final feliz, más cercano al melodrama que a la tragedia. Sin embargo, queda como un bello misterio el registro de esta obra representada póstumamente por el hijo de Eurípides y la mención del primer lugar que la ciudad le concedió entonces al poeta, una victoria que le fue negada muchas veces cuando estaba vivo.
Eurípides fue testigo de la larga guerra del Peloponeso y pasó los dos últimos años de su vida lejos de Atenas, parece ser que hastiado de la interminable lucha contra Esparta. Ifigenia en Áulide retoma el pasaje mítico de la joven y virginal Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra, quien deberá ser sacrificada en honor a Ártemis, diosa de la caza, para que el ejército de Menelao pueda salir de Áulide y comenzar la guerra contra Troya.
La obra de Eurípides muestra a un Agamenón contrariado entre el amor a su hija y su deber de luchar contra los troyanos, esos extranjeros que agraviaron a Grecia al consentir el rapto de Helena cometido por Paris. También muestra a Clitemnestra como una madre dispuesta a defender o a suplicar ferozmente por la vida de su hija, aun cuando eso signifique una afrenta, y al heroico Aquiles intentando salvar la vida de Ifigenia. Se trata de una posición controvertida para una sociedad que libraba su propia guerra contra los espartanos en el momento en que se puso la obra, y para la cual —lo diré de manera muy burda— los hijos eran soldados y las hijas, futuras esposas y madres que debían contribuir a la vida de la ciudad, principalmente dando a luz a varones.
Es el personaje de Ifigenia quien, quizás, regresa a lo que la sociedad de su tiempo concebía como el destino inevitable en la tragedia. Ella debe ser sacrificada. Su gloria será ganar la guerra contra Troya a través de ese acto. Hay que hacer lo que hay que hacer: continuar con la batalla contra los extranjeros, aun cuando eso signifique renunciar a la vida. En el altar, Ártemis troca a la virgen por un ciervo, y Clitemnestra se entera de esto a través del relato de un mensajero.
¿Por qué la obra ganó el premio que Eurípides persiguió infructuosamente a lo largo de su vida? No estoy segura de cómo responder a esta pregunta. ¿Es que la piedad de la diosa hacia Ifigenia conmovió a los griegos? ¿O quizás fue la imagen de una mujer caminando al sacrificio para ganarse el honor de vencer a los troyanos?
Creo que esta puesta en escena explora una posible tercera respuesta, que es la que más me interesa porque toca lo doliente del presente. Eurípides se caracterizó por utilizar versiones menos conocidas de los mitos o por trastocarlos para los fines de sus personajes y sus tramas. En ese espíritu, Gabriela Ochoa se permite ofrecernos una mirada completamente femenina, feminista y actual, que no se centra en la presunta heroicidad de Ifigenia. ¿No nos han enseñado pensadoras como Rita Segato que las guerras también se libran en el cuerpo de las mujeres? ¿Y no se han preguntado los niños de Gaza si los soldados israelíes tienen hijos?
En una lectura contemporánea, sacrificar a una hija para ganar una guerra es una especie de rito de paso. Eso hacen los buenos soldados que deben estar listos para todo. El acto de ofrendar la vida de la propia estirpe, que el adivino Calcas sugiere a Agamenón, no es muy lejano al tipo de pruebas que los soldados de todo el mundo deben realizar para deshumanizarse y, así, hacerse capaces de asesinar, incluso, a los más vulnerables: una joven, un ciervo, un bebé, como nos cuentan los personajes de esta tragedia. También pudieran ser un niño, una anciana, un enfermo, una madre, un médico, una niña, un periodista o un padre, como nos lo expone nuestra realidad actual. En una mirada contemporánea y realista, es imposible ocultar que hay víctimas en las guerras y que la mayoría son quienes están en las posiciones más vulnerables.
En esta puesta en escena vemos a una Ifigenia, interpretada por Estefanía Estrada, que es tan vulnerable como un ciervo y nos muestra el terror de la guerra y su barbarie. Una joven quien, al suplicar, nos recuerda que lo más preciado en este mundo es la vida. No será madre, no verá a su padre envejecer, no contará su historia en el telar. El futuro es la vida en un sentido concreto, y la interpretación de Estrada pone el acento en todas estas formas de la pérdida.
Somos testigos de una Clitemnestra, encarnada por Muriel Ricard, cuyos feroces diálogos son incapaces de sembrar culpa en su esposo o despertar compasión frente al desgarro de perder una hija. Al mismo tiempo están tan bien interpretados que sí despiertan la compasión entre el público. También hay un coro, conformado por Itzel Riqué y Ana Cristina Ross, cobijadas por la bestial gestualidad de Amanda Schmelz como corifeo, quienes atestiguan los planes de lo impronunciable y el acto maldito del sacrificio. Sus interpretaciones más bien me hacen pensar en las erinias
Están también los actores Miguel Ángel López, Gustavo Scharr y Salvador Carmona, quienes dibujan a Agamenón, Menelao y Aquiles con poca convicción y fuerza. Quizás es demasiado difícil interpretar cómo la guerra transforma a los varones, la fidelidad que se exige para que un padre haga lo inimaginable. Quizás también las palabras de Eurípides pudieron parecer un obstáculo. Se trata de un autor sacralizado, en torno del cual hay demasiados prejuicios. Su forma nos parece distante, aunque algo de él se refleje en nosotros. Él también estaba hastiado del horror. Como otras personas hastiadas, también él se permitió hacer obras fallidas a los ojos de sus contemporáneos. Sólo desde la escena de hoy se puede saber qué nos aleja o nos acerca emocionalmente a un texto tan antiguo. Es probable que, como hemos visto en los canales oficiales de quienes actualmente justifican la guerra, la crueldad deba expresarse con el registro de una tranquilidad perturbadora.
Se ha dicho que la tragedia griega se sostenía principalmente en la palabra: por eso los gritos tienen diferentes maneras de expresarse, y es también por eso que los asesinatos solo se escuchan a través de los testigos directos o indirectos. En las actuaciones de Omar Silva como mensajero y de José Carlos Rodríguez como esclavo y como el adivinador Calcas, las palabras logran su objetivo y crean relatos e imágenes precisos que nos informan o nos muestran el horror. Por eso es también digno de nota la manera de gritar de las mujeres: el coro, el corifeo, Ifigenia y Clitemnestra ofrecen, de esta forma, los matices de su rabia e impotencia.
Al espíritu interdisciplinario de la tragedia, que agrupa música, danza, poesía y prosa, se suma la mirada contemporánea que exige imágenes: a través de la escenografía, la iluminación y el vestuario se crean estampas viriles y estéticas en torno a la guerra.
En esta primera entrega de una serie de montajes que la Compañía Nacional de Teatro hace sobre los poetas trágicos para mostrar su vigencia en nuestra actualidad, tanto el texto de Eurípides como la dirección de Gabriela Ochoa nos muestran una mirada crítica frente a la barbarie que despierta la guerra. En esta Ifigenia en Áulide no hay heroicidad, en el sentido de entender la lucha contra los extranjeros —esos otros considerados bárbaros— como un destino inevitable al que hay que ofrendar la vida misma. Tener tan cerca una realidad donde un relato mesiánico ha justificado un sinnúmero de atrocidades exige una lectura distinta e inteligente, como la que ofrece en este montaje.
Laura García Jiménez es dramaturga, editora y trabajadora comunitaria. Fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas. Su obra Pequeñas memorias obtuvo el primer lugar en el Segundo Concurso Internacional de Dramaturgia para el Barrio. Su obra Ensayo Medea acaba de obtener mención honorífica en el Premio Dolores Castro 2025.
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